Planteamos los contextos, el espacio y el tiempo escolar porque, si queremos replantear la escuela y su función educativa, es necesario revisar también estas dimensiones.
Cuando se habla de renovación pedagógica, a menudo se hace referencia a las metodologías, el currículum, el sentido de la educación o la profesionalidad docente. Sin embargo, en ocasiones se obvian otras dimensiones, más sutiles pero igualmente estructurales, que forman parte del sistema y que revelan una determinada manera de entender y de hacer escuela, así como de ejercer la profesión docente. La observación y la intervención sobre estos elementos configuran un modelo educativo concreto.
La escuela, por definición, es un espacio, un tiempo y un contexto educativo, institucional y específico. Antes de su aparición, la educación tenía lugar de forma osmótica y difusa en el seno de la sociedad. La creación de la escuela supuso la delimitación de un espacio y un tiempo autónomos específicamente educativos. A partir de ese marco, la educación se universalizó progresivamente a lo largo del siglo XX.
En consecuencia, los cambios en la configuración de estos tres elementos —espacio, tiempo y contexto— implican cambios en las orientaciones, finalidades y propósitos de la institución escolar. Dado que la sociedad es cambiante y contradictoria, la respuesta a estas cuestiones nunca puede ser neutral. Defendemos que la escuela no debe permanecer al margen de las aspiraciones sociales orientadas a la equidad y a la no violencia, pero tampoco debe convertirse en un instrumento sometido a intereses políticos, económicos o ideológicos coyunturales. Su función debe ser la de una herramienta emancipadora, al servicio de toda la población.
Un modelo del siglo XIX
La escuela actual sigue funcionando, en gran medida, con un modelo heredado del siglo XIX: aulas rígidas, horarios fragmentados y uniformes para todos, currículos homogéneos y sobrecargados, a menudo desconectados de la realidad inmediata. Esta organización disciplinaba al alumnado y lo relegaba a una posición subalterna, salvo a las élites, que disponían de un sistema propio, más flexible, individualizado y adaptado a sus aspiraciones de perpetuación en el poder.
Este modelo responde a una concepción homogénea, selectiva y segregadora de la educación, pensada para atender solo a una minoría. Surgió en respuesta a las demandas de una sociedad concreta que, en su expansión, necesitaba un sistema productivo con mano de obra alfabetizada, disciplinada y con conocimientos básicos (lectura, escritura y cálculo), más allá de la formación gremial o familiar.
La Ilustración, el siglo de las Luces, formuló tres grandes promesas a la escuela: ante la superstición y el oscurantismo, la promesa del conocimiento; ante los privilegios de linaje, la promesa de igualdad y justicia social; y ante la sumisión y la obediencia, la promesa de emancipación. Una sociedad que se proyecta en esa dirección necesita ampliar y universalizar la escolarización, reconociendo la educación como un derecho fundamental de la infancia.
Cuando el objetivo no es solo extender la escolarización, sino también promover un aprendizaje más justo, equitativo y emancipador, resulta imprescindible repensar los espacios, los tiempos y los contextos educativos.
Retos actuales
Del siglo XX heredamos dos principios fundamentales: todo el mundo puede educarse y todo el mundo tiene derecho a hacerlo. Para que estos principios se hagan efectivos, el aprendizaje debe ser funcional y significativo. Esto requiere conjugar un corpus común con una dimensión personalizada, flexible, inclusiva y democrática (currículum común, curriculum personalizado).
La escuela debe hacernos, a la vez, más iguales y más diferentes: más iguales en lo que compartimos como ciudadanía, en los conocimientos, valores y actitudes comunes; y más diferentes porque debe respetar y potenciar nuestras singularidades, preferencias y habilidades personales.
Sin embargo, el aula tradicional y los horarios rígidos resultan insuficientes para responder a la diversidad, garantizar una educación universal e inclusiva y desarrollar las competencias que la sociedad exige. Estas competencias no pueden reducirse a las demandas del mercado laboral —trabajadores emprendedores, críticos hasta cierto punto, autónomos y leales, con iniciativa para resolver problemas, sean responsables o no—. Deben incluir también la capacidad crítica y la construcción de nuevas relaciones sociales, económicas y políticas, teniendo en cuenta las necesidades reales de la sociedad actual y los vertiginosos cambios en todas sus facetas.
El espacio educativo
El espacio debe favorecer la cooperación, la creatividad, la motivación y la participación. La rigidez en su configuración ha de dar paso a una pluridimensionalidad de espacios y formas. El mobiliario, la disposición física, la polivalencia de los espacios, los ámbitos interiores, exteriores y los umbrales… Todo debe ser pensado con estos propósitos, pues todos ellos influyen directa o indirectamente en los procesos educativos. Del mismo modo que una clase con pupitres individuales orientados hacia la pizarra o la mesa del profesor transmite un significado concreto que refuerza un modelo transmisivo y poco interactivo.
Son necesarios espacios abiertos, modulables y polivalentes, que permitan trabajar en grupo, de manera individual o en gran asamblea. Espacios diseñados para favorecer la comunicación como una herramienta imprescindible para educar hoy.
El aula no debe ser el único espacio en el que educamos. Laboratorios, bibliotecas, espacios comunes y patios son igualmente escenarios donde la interacción es significativa y donde la mirada del docente resulta definidora. Así, cuando hablamos de aula, nos referimos a un grupo de alumnos, a un espacio de referencia y, al mismo tiempo, a una diversidad de ámbitos que complementan su acción y acogen sus experiencias.
El grupo puede tener en el aula un punto de referencia, pero debe utilizar los demás espacios como recursos de aprendizaje y de comunicación. El docente debe comprenderlo y asumirlo, adaptando su intervención a esta multidimensionalidad de lugares donde se producen interacciones educativas.
Tampoco podemos olvidar que el espacio está directamente vinculado al bienestar de la infancia: un entorno agradable, acogedor y protector —la escuela como refugio— posibilita y potencia la motivación y la actitud positiva.
El espacio escolar como espacio público
El espacio de la escuela debe entenderse como un espacio público. Y no nos referimos, en este caso, a la cuestión de la titularidad, sino a la esencia misma de lo que este concepto comporta cuando se aplica a la educación.
Podemos definir esta concepción en cuatro vertientes. En primer lugar, es un espacio donde no se aplica derecho de admisión, ya que la escuela está abierta a todas las personas, sin discriminación por motivos culturales, religiosos, económicos o de procedencia. Cualquier forma de segregación escolar atenta contra los principios democráticos que fundamentan la institución escolar.
En segundo lugar, es un espacio de encuentro con el desconocido. Es, por tanto, lo contrario de una tribu o de la familia. La escuela puede —y debe— convertirse, en nuestra sociedad, en la institución más democrática. Una institución en la que el contacto con la diferencia —con quien piensa, sabe, habla o proviene de un origen distinto al nuestro— ofrece oportunidades esenciales de aprendizaje. Con quien comparte exactamente el mismo bagaje, que piensa y actúa como yo (una situación que, en realidad, es más bien una entelequia), no se generan conflictos cognitivos de la misma magnitud; en consecuencia, el aprendizaje no tiene la misma calidad, profundidad ni trascendencia.
Es bien sabido que una de las mejores maneras de aprender es conversando: en la conversación, uno debe esforzarse por esclarecer y organizar sus ideas, mientras que el otro debe desplegar el esfuerzo de escuchar y, si es necesario, matizar, confrontar o modificar las propias para comprender mejor. Los dilemas que nos incomodan, las perspectivas alternativas o contrarias a las nuestras, son los que impulsan un aprendizaje más profundo y significativo que el asentimiento acrítico.
En tercer lugar, la escuela es un espacio en permanente construcción. Solo puede ser entendida como una institución en proceso, que exige implicación y donde la participación es una característica fundamental. Cuando todo está previamente definido, la oportunidad de participar es mínima. El espacio de cualquier escuela debería estar abierto a la intervención de la comunidad educativa. Es necesario desconfiar de los proyectos excesivamente cerrados, de los idearios rígidos y de las prácticas que no admiten cuestionamiento. Ahora bien, esto no significa defender un hacer y deshacer arbitrario —como el hilo de Ariadna que se deshace y se rehace en cada curso—, sino apostar por una continuidad necesaria que mantenga siempre abierta la puerta a la mejora constante.
Por último, la escuela es un espacio definido pero, a la vez, difuso, que trabaja en los umbrales. Debe mantener su autonomía e independencia respecto del exterior, con el objetivo de preservar su función singular y específica; pero, al mismo tiempo, ha de disponer de ventanas y puertas abiertas al mundo. En la escuela aprendemos a leer y escribir el mundo, y por ello este umbral educativo en el que la escuela opera se convierte en un espacio clave. Ningún propósito educativo puede hallar respuesta si se concibe exclusivamente dentro de los límites del espacio escolar, sabiendo que todo conocimiento y toda indagación toman allí un formato específico y singular.
El tiempo en la escuela: entre la fragmentación y la calidad
Es necesario adecuar el tiempo a cada alumno, ya que todo aprendizaje requiere su propio ritmo. El tiempo escolar, al igual que el social, es un tiempo fragmentado, colonizado, cuantificado y acelerado. La fragmentación es evidente si analizamos el currículum con su distribución horaria, sus prioridades y la separación de los saberes, tanto instrumentales como esenciales.
El tiempo está acelerado y continuamente reclamamos (administración, sociedad, familias y docentes) aprender antes y más rápido, como si las capacidades de la especie hubieran crecido exponencialmente en paralelo a la cantidad de saberes y conocimientos actualmente disponibles.
Esta situación genera una contradicción significativa: la calidad del tiempo se valora en términos cuantitativos. Todo se quiere medir y, cuando lo hacemos —cuando valoramos, evaluamos o calificamos—, advertimos que utilizamos siempre escalas comparativas y numéricas. Otra paradoja aún más grave es que los aspectos verdaderamente cualitativos de la formación no tienen un reflejo significativo en el expediente académico.
La aceleración, además, produce “accidentes” cognitivos, como ya advirtió Emmi Pikler en sus estudios sobre el desarrollo motriz de los niños. Y mientras la cuantificación del tiempo siga dominando, resultará difícil valorar lo cualitativo. Horarios rígidos, asignaturas separadas, currículos homogéneos, aprendizajes prematuros y, con frecuencia, carentes de significado: estas son las consecuencias del tiempo que impregna mayoritariamente la escuela.
Para aprender mejor, es preciso concebir un tiempo globalizado. Es necesario implicarse en la gestión del propio tiempo, disponer de un tiempo cualitativo, adecuado y flexible. No existe inclusión ni atención real a la diversidad sin una flexibilización temporal. El tiempo no puede estar fragmentado, pues los retos y preguntas que motivan el aprendizaje reclaman respuestas globales. Las disciplinas y saberes especializados deben entenderse como herramientas al servicio de este proceso global, y no como finalidades en sí mismas.
El aprendizaje exige una pluralidad de tiempos: el tiempo de hacer, el tiempo de conversar, el tiempo de aplicar lo aprendido teóricamente. Todas estas dimensiones son fundamentales para el conocimiento y la escuela debería ser capaz de integrarlas de manera equilibrada. Además, como la gestión del tiempo incide en el bienestar y, por ende, en el aprendizaje, resulta imprescindible incorporar tiempos de pausa y descanso que favorezcan la concentración y la salud emocional.
Espacios y tiempos deben estar diseñados de acuerdo con las finalidades y propósitos de la institución educativa. No obstante, más que luchar contra la rigidez en su organización, el reto es combatir la subordinación de los criterios ideológicos y pedagógicos a los criterios técnicos. El cambio cualitativo en la configuración del espacio y el tiempo no vendrá de una solución técnica, sino de una transformación en la mirada que tenemos sobre la escuela. Por ello es necesario otorgar tiempo y espacio a la reflexión sobre el qué y el para qué, tanto en el ámbito individual como en el colectivo.
Los contextos educativos: espacios y tiempos para el aprendizaje
Los contextos, entendidos como la combinación de espacios y tiempos, configuran distintas perspectivas sobre el proceso de enseñanza y aprendizaje. El aprendizaje se despliega en una pluralidad de situaciones y entornos: dentro y fuera del aula; en ambientes digitales y analógicos; en la escuela y en el entorno inmediato; con el maestro y con los iguales; en la ciudad y en la naturaleza; en contextos comunitarios y en experiencias individuales; en solitario y de manera cooperativa; en el entorno cercano y en el mundo global.
Si aceptamos que el aprendizaje —y, en general, la educación— se produce en esta multiplicidad de espacios y tiempos, y que cada vez adquieren mayor relevancia las instituciones con función educativa, entonces la función específica de la escuela debe definirse a partir de estos parámetros.
La escuela se convierte, así, en un laboratorio de aprendizaje donde se estudian y aplican proyectos colectivos e individuales. Es un espacio en el que tienen lugar eventos clave para el crecimiento personal y académico de la infancia. Resulta imprescindible, por tanto, buscar y construir el proyecto de aprendizaje de cada alumno y de cada grupo, elaborando itinerarios en los que cada experiencia educativa tenga sentido, se articule y se relacione con las demás. La escuela debe conferir un significado tanto individual como colectivo a estos proyectos. Por ello, más que concebir el trabajo por proyectos como un mero objetivo metodológico, es necesario avanzar hacia una comprensión más profunda: entender cada aula como un proyecto de comunicación y aprendizaje.
Convertir el aula en un proyecto de este tipo significa posibilitar la integración de todos los aprendizajes realizados, tanto dentro como fuera de la escuela, tanto individuales como colectivos. Supone tender puentes entre las indagaciones desarrolladas en el aula y las vivencias, preguntas, retos y necesidades de los alumnos, conectándolas con la información y el conocimiento disponibles en el exterior.
En el ámbito externo, iniciativas como el planteamiento de Educación 360 o los proyectos de Aprendizaje-Serviciodeben constituir los vínculos que conecten la escuela con la comunidad y que aporten coherencia a la multiplicidad de inputs educativos que niños y jóvenes reciben en la actualidad. Abrir la escuela al barrio y a las entidades del entorno mediante colaboraciones y experiencias de aprendizaje-servicio es una estrategia clave para lograr esta articulación.
Espacio, tiempo y contexto deben favorecer la comunicación, la cooperación, la capacidad de respuesta ante las emergencias y la valoración de la diversidad en toda su riqueza. Repensar los espacios, tiempos y contextos no es una moda, sino una necesidad urgente para formar ciudadanos competentes y críticos en el siglo XXI. Es una condición imprescindible para educar a todos de manera inclusiva y democrática; para favorecer la autonomía y la responsabilidad del alumnado; para incrementar su motivación y compromiso con el aprendizaje; para permitir una enseñanza más personalizada y equitativa; y, finalmente, para conectar mejor la escuela con la sociedad, el mundo real y los retos emergentes que este plantea.
Comunicació presentada al II Congreso Internacional "Enseñar a Educarse", Málaga, 27/29 d'octubre de 2025. Facultat de Ciencias de la Educación. Universidad de Málaga.
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